Dígalo, pero de la mejor manera.

Mucho depende de cómo decimos las cosas. Podemos tener toda la razón y buscar el mejor de los resultados, pero si nos expresamos mal no nos oirán. Sea por una actitud incorrecta, por usar adjetivos inapropiados, o por ambas cosas; podemos ser nosotros los que causamos el mayor problema.

Esto es evidente cuando damos una opinión contraria o tratamos de corregir algo. Como todos tenemos la tendencia a negar nuestras faltas, y desde ya, nos es difícil aceptar el error; la reacción empeora si oímos a alguien referirse a nosotros o a lo que hicimos con términos irrespetuosos. El orgullo responde, la impertinencia del otro contesta. No necesitamos imaginarnos lo que viene después porque lo hemos visto muchas veces por todos lados: en la televisión o por la radio, en el vecindario o en la familia, entre políticos o profesores de colegio, en la casa... Tristes e innecesarios recuerdos que bien pudieron evitarse si  tan sólo se cambiaba un poco el tono de voz o se prescindía de aquella inútil e innecesaria palabra hiriente.

En las primeras enseñanzas del cristianismo encontramos varios consejos para construir relaciones saludables. Eran necesarias en la iglesia, y por supuesto, más necesarias lo son para nuestra sociedad. Prestemos atención a lo que enseña la Biblia:*

“Si alguno es sorprendido en alguna falta… debéis ayudarle a corregirse. Pero hacedlo amablemente, y que cada cual tenga mucho cuidado, no suceda que también él sea puesto a prueba”.
“Que vuestra conversación sea siempre con gracia, ‘sazonada con sal’, para que sepáis cómo debéis responder a cada persona”.
“Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación…”
“Desechad todas estas cosas: ira, enojo, malicia, maledicencia, lenguaje soez de vuestra boca”.
“…desechando la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo.”

¡Cuántos problemas se evitarían en el mundo si se obedecieran estas indicaciones! Cuántas heridas, ofensas, pleitos y resentimientos evitaremos si aprendemos a expresarnos con humildad y respeto. Por ello, no hablemos con orgullo y jactancia, no reaccionemos “sin pensar” ni nos dejemos llevar por la rivalidad o la “piconería”. Así, en lugar de fomentar más enemistades y divisiones (que de sobra tenemos en el mundo), seremos hombres y mujeres que contribuyen a la paz del hogar, el trabajo y la sociedad.

“Bienaventurados los pacificadores” dijo Jesús, ¡felices, dichosos! “porque ellos serán llamados hijos de Dios”. Un hijo de Dios debe ser reconocido como un instrumento de paz y de reconciliación, y sus palabras son poderosas herramientas para ello. Así que, si nos consideramos hijos de Dios digamos siempre la verdad, no callemos, pero asegurémonos de hacerlo de la mejor manera.


*Carta a los Efesios 4:25,29; a los Colosenses 3:8; 4:6;  a los Gálatas 6:1

*Evangelio de Mateo 5:9






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