Cuidado con el Otro Evangelio
Hay un Evangelio que Jesús proclamó. Un mensaje de “Buenas
Noticias” para todos. Sus enseñanzas fueron oídas en las aldeas y las ciudades,
en las plazas y las sinagogas, por pobres y ricos. Adiestró a sus discípulos
para que a su vez ellos la transmitieran a los nuevos discípulos.
Pero no pasó mucho tiempo del inicio de la Iglesia Cristiana,
que Otro Evangelio apareció. Parecía ser el mismo pero contenía una variante
sutil y peligrosa. Era el Evangelio de falsos maestros cristianos de origen judío
que enseñaban que ninguno podía ser perdonado por Dios y recibir la salvación de
Jesús (un Mesías judío) si primero no se convertía al judaísmo por medio de la
circuncisión y el cumplimiento de la Ley de Moisés. Era una “añadidura” al Evangelio
del perdón por la fe, que llevó a confusión, a discusiones y hasta divisiones entre
los creyentes de Galacia pues algunos de ellos estaban siendo obligados a
someterse a estos rituales.
El “apóstol de los gentiles” (de los no judíos) indignado
y sorprendido que en tan poco tiempo los creyentes aceptaran otro evangelio, tuvo
que reaccionar con firmeza escribiendo una carta con términos muy contundentes,
claros, y criterios muy elementales que hasta hoy nos sirve de advertencia para
no aceptar “Otros Evangelios”.
Y lo primero que resalta en su carta es la total
convicción que el apóstol Pablo tenía respecto a la veracidad del Evangelio que
él y los demás apóstoles predicaban. Dijo*: “Si nosotros mismos, o aún si un ángel del cielo les anuncia otro
evangelio diferente al que ya les hemos anunciado, que caiga bajo maldición… Lo
repito: si alguno les predica un evangelio diferente al que han recibido,
¡caiga bajo maldición!”
¡Ni Pablo mismo podía cambiar lo que ya había enseñado!
Él mismo se ponía bajo maldición si con el pasar de los años modificaba algo
del Evangelio que al comienzo proclamó. Ninguna experiencia espiritual, ningún
ser “celestial”, ninguna revelación “divina” puede cambiar lo que el mismo Dios
ya anunció por medio de Jesucristo y que fue transmitido por sus apóstoles. Nada
puede cambiar ese Evangelio. Nada hay por añadir. Es inmutable.
La importancia de las enseñanzas apostólicas del siglo I está
en que ellos recibieron el mensaje de primera mano y pusieron el fundamento para
los cristianos (y en tal labor no hay comparación alguna con los “apóstoles” de
ahora). En consecuencia, los escritos de Pedro, Juan, Pablo y demás apóstoles no
pueden ser comparados con otros escritos por más correctos y útiles que sean,
ni siquiera con el de sus sucesores. No tienen la misma autoridad. Mucho menos los
llamados “evangelios apócrifos”.
Hay muchas cosas que Dios no ha revelado, pero todo lo
que necesitamos saber ya ha sido revelado por medio de su Hijo. Como dice la
carta a los Hebreos*: “Dios habiendo
hablado muchas veces y de muchas maneras… en estos últimos tiempos nos ha
hablado por el Hijo”. Y lo que el Hijo dijo lo oyeron los apóstoles, y el
Evangelio de los apóstoles lo tenemos registrado en el Nuevo Testamento de la
Biblia cristiana. Están allí porque los consideramos a sus escritos divinamente
inspirados.
Por eso los cristianos debemos leer la Biblia ¡y estudiarla!
Para poder discernir el error y cuidarnos de no terminar yendo tras “otros
evangelios” ahora casi hechos “a la medida”. Porque “no que haya otro Evangelio, sino que hay quienes buscan perturbar y
pervertir el evangelio de Cristo”
* Gálatas 1:6-10; Hebreos 1:1,2
[Publicado el 3 de noviembre del 2012]
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