La crisis de la iglesia


Dicen que tienen un mismo Padre y son hermanos, pero hay divisiones entre ellos. Unos siguen a uno y otros forman otro grupo. Obispos y pastores que se envanecen y se creen mejores, en ocasiones con el único interés de apropiarse de cargos y hasta de dinero. Los hermanos hablan enérgicamente en contra del pecado y la impureza del mundo, pero la inmoralidad sexual está presente en su congregación (adulterio, fornicación, incluso uno le quitó la mujer a su propio padre). Tienen problemas en sus matrimonios, tienen pleitos entre hermanos. Han llegado a ir a juicio por asuntos de negocios y propiedades, peleando ante un juez porque no fueron capaces de llegar a un acuerdo. Pero eso sí, son muy religiosos, cumplen con las costumbres de vestir y orar. Unos se jactan de tener mucho conocimiento bíblico y “defender la iglesia”; otros se jactan de orar mucho y tener grandes dones espirituales, hacer milagros, tener visiones y “hablar en lenguas”; pero es notorio que les falta lo más importante: el amor. Se ve desórdenes en sus cultos. Se oyen graves errores en sus enseñanzas. Dicen que son el pueblo de Dios.

Hablamos de una importante iglesia cristiana, la que se encontraba en la ciudad de Corinto allá por el año 55 D.C. La descripción se basa en las epístolas del apóstol Pablo, quien la fundó pero que al poco tiempo presentó serios problemas en su desarrollo. En dichas cartas califica a los corintios como inmaduros en la fe, “niños”, no espirituales sino “carnales”, envanecidos, cristianos que pecaban contra Cristo y eran de tropiezo a los no creyentes. Es triste ver que la realidad no ha cambiado en dos mil años.

Sin embargo sorprende notar que a pesar de ello, no dejaban de ser considerados “la iglesia de Dios”. Pablo empieza su carta a los corintios recordándoles que son “santificados en Cristo, llamados a ser santos”. Y es que la iglesia es un grupo de pecadores arrepentidos que quieren cambiar y se juntan para ayudarse a lograrlo. Son un grupo de “enfermos y moribundos a causa del pecado” que quieren sanar y congregan en un hospital para someterse al Dr. Cristo y mejorar poco a poco. No cambian al instante. No dejan de ser humanos. No son perfectos. Aunque Dios les ha recibido y les ha perdonado sus pecados (a tal punto de ser declarados “santificados en Cristo”), les exige que avancen en el camino de santidad, luchando contra sus tendencias pecaminosas con la Palabra y el Poder del Espíritu Santo. La vida cristiana trata de eso. Las cartas de los apóstoles* están llenas de exhortaciones a perseverar, avanzar y no retroceder:
Caminen en el Espíritu y no satisfagan los deseos de la carne”;
“Absténganse de los deseos carnales que batallan contra el alma”;
“Sean practicantes de la Palabra y no tan solo oidores, engañándose a sí mismos”;
“Sigan la paz para con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor”.
En ocasiones el grupo debe ejercer disciplina o retirar a los miembros que practiquen el pecado: “No se junten con ninguno que llamándose hermano, sea fornicario, avaro, idólatra, maldiciente, borracho o ladrón…”


La Iglesia está en crisis permanente por la naturaleza imperfecta de sus fieles y el proceso de transformación en el que se encuentran. Entendiendo esto no como justificación por los pecados o delitos que puedan cometer (deplorables por cierto), sino como una aclaración necesaria para no decepcionarse del evangelio. Porque así como no podemos descalificar a un doctor por no sanar a un paciente que no sigue sus indicaciones, de la misma manera ninguno debe desestimar a Cristo por culpa de cristianos que no quieren obedecerle. El evangelio no está en crisis, sigue siendo “poder de Dios para salvación de todo aquel que cree”* y cada quien decide que hacer con él. “El trigo y la cizaña” estarán juntas hasta que llegue el día en que serán separadas porque definitivamente “el Señor conoce a los que son suyos”.*

Hay buenos cristianos. Que se esfuerzan, que aman, que hacen el bien. Son conscientes que son la “sal y luz” de este mundo y cuidan “su testimonio”. Si caen, se levantan. Si ofenden, piden perdón. No son perfectos pero anhelan serlo. Han puesto sus ojos en Jesús y no en la gente. Confían en él y no en una iglesia. Han creído en el único que santifica, y él “no se avergüenza de llamarlos hermanos”.*


* 1Pedro 2:11; Santiago 1:22; 1Corintios 5:11
Romanos 1:16; 2Timoteo 2:19; Hebreos 2:11, 12:14


[Publicado el 24 de noviembre del 2012]


Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

La Biblia no prohíbe la transfusión de sangre

Los Gedeones

Un puente entre Dios y los hombres